De la Tierra a la Luna
XII
Urbi et orbi
Resueltas las dificultades astronómicas, mecánicas y topográficas, se presentaba la cuestión económica. Tratábase nada menos que de procurarse una enorme cantidad para la ejecución del proyecto. Ningún particular, ningún estado hubiera podido disponer de los millones necesarios.
Por más que la empresa fuese americana, el presidente Barbicane tomó el partido de darle una carácter de universalidad para poder pedir su cooperación a todas las naciones. Era a la vez un derecho y un deber de toda la Tierra intervenir en los negocios de su satélite. Abrióse con este fin una suscripción que se extendió desde Baltimore al mundo entero, Urbi et orbi.
La suscripción debía tener un éxito superior a todas las esperanzas. Tratábase, sin embargo, de un donativo, y no de un préstamo. La operación, en el sentido literal de la palabra, era puramente desinteresada, sin la más remota probabilidad de beneficio.
Pero el efecto de la comunicación de Barbicane no se había limitado a las fronteras de los Estados Unidos, sino que había salvado el Atlántico y el Pacífico, invadiendo a la vez Asia y Europa, África y Oceanía. Los observadores de la Unión se pusieron inmediatamente en contacto con los de los países extranjeros. Algunos, los de París, San Petersburgo, El Cabo, Berlín, Altona, Estocolmo, Varsovia, Hamburgo, Budapest, Bolonia, Malta, Lisboa, Benarés, Madrás y Pekín cumplimentaron al Gun-Club; los demás se encerraron en una prudente expectativa.
En cuanto al observatorio de Greenwich, con el beneplático de los otros veintidós establecimientos astronómicos de la Gran Bretaña, no se anduvo en chiquitas ni en paños calientes, sino que negó terminantemente la posibilidad del éxito, y se colocó sin vacilar en las filas del capitán Nicholl, cuyas teorías prohijó sin la menor reserva. Así es que, en tanto que otras ciudades científicas prometían enviar delegados a Tampa Town, los astrónomos de Greenwich acordaron, en una sesión que celebraron, alteraron sin miramientos el orden del día sin tomar en cuenta la proposición de Barbicane. ¡A tanto llega la envidia inglesa!
Pero el efecto fue excelente en el mundo científico en general, desde el cual se propagó a todas las clases de la sociedad, que acogieron el proyecto con el mayor entusiasmo. Este hecho era de una importancia inmensa tratándose de una suscripción para reunir un capital considerable.
El 8 de octubre, el presidente Barbicane redactó un manifiesto capaz de entusiasmar a las piedras, en el cual hacía un llamamiento a todos los hombres de buena voluntad que pueblan la Tierra. Aquel documento, traducido a todos los idiomas, tuvo un éxito portentoso.
Se abrió suscripción en las principales ciudades de la Unión para centralizar fondos en el Banco de Baltimore, 9, Baltimore Street, y luego se establecieron también centros de suscripción en los diferentes países de los dos continentes:
En Viena, S. M. de Rothschild.
En San Petersburgo, Stieglitz y Compañía.
En París, el Crédito Mobiliario.
En Estocolmo, Tottie y Arfuredson.
En Londres, N. M. Rothschild e hijos.
En Turín, Ardouin y Compañía.
En Berlín, Mendelssohn.
En Ginebra, Lombard Odier y Compañía.
En Constantinopla, el banco Otomano.
En Bruselas, S. Lambert.
En Madrid, Daniel Weisweiller.
En Amsterdam, el Crédito Neerlandés.
En Roma, Torlonia y Compañía.
En Lisboa, Lecesne.
En Copenhague, el Banco Privado.
En Buenos Aires, el Banco Maun.
En Río de Janeiro, la misma casa.
En Montevideo, la misma casa.
En Valparaíso, Tomás La Chambre y Compañía.
En México, Martin Durán y Compañía.
En Lima, Tomás La Chambre y Compañía.
Tres días después del manifiesto del presidente Bar-bicane se habían recaudado en las varias ciudades de la Unión cuatro millones de dólares con los cuales el Gun-Club, pudo empezar a marchar.
Algunos días después los cables hicieron saber a América, que en el extranjero se cubrían las suscripciones con una rapidez asombrosa. Algunos países se distinguían por su generosidad, pero otros soltaban el dinero no tan fácilmente. Cuestión de temperamento.
Rusia, para cubrir su contingente, aprontó la enorme suma de trescientos setenta y ocho mil setecientos treinta y tres rublos.
Francia empezó riéndose de la pretensión de los americanos. Sirvió la Luna de pretexto a mil bromas y retruécanos trasnochados y a dos docenas de sainetes en que el mal gusto y la ignorancia andaban a la greña. Pero así como en otro tiempo, los franceses dieron el dinero después de cantar, lo dieron esta vez después de reír, y se suscribieron por una cantidad de doscientos cincuenta y tres mil novecientos treinta francos. A este precio, derecho tenían de divertirse un poco.
Austria, atendido el mal estado de su hacienda, se mostró bastante generosa. Su parte en la contribución pública se elevó a la suma de doscientos dieciséis mil florines, que fueron bien recibidos.
Suecia y Noruega enviaron cincuenta y dos mil rixdales, que, relativamente al país, son una cantidad considerable, pero hubiera sido mayor aún si se hubiese abierto suscripción en Cristianía al mismo tiempo que en Estocolmo. Por no sabemos qué razón, a los noruegos no les gusta enviar su dinero a Suecia.
Prusia demostró la consideración que le mereció la empresa enviando doscientos cincuenta mil táleros. Todos sus observatorios se suscribieron por una cantidad importante, y fueron los que más procuraron alentar al presidente Barbicane.
Turquía se condujo generosamente, pues siendo la Luna quien regula el curso de sus años y su ayuno del Ramadán, se hallaba personalmente interesada en el asunto. No podía enviar menos de un millón trescientas setenta y dos mil seiscientas cuarenta piastras, y las dio con una espontaneidad que revelaba, sin embargo, cierta presión del gobierno de la Puerta.
Bélgica se distinguió entre todos los Estados de segundo orden con un donativo de quinientos trece mil francos, que vienen a corresponder a doce céntimos por habitante.
Holanda y sus colonias se interesaron en la cuestión por ciento diez mil florines, pidiendo sólo una rebaja del cinco por ciento por pagarlos al contado.
Dinamarca, cuyo territorio es muy limitado, dio, sin embargo, nueve mil ducados finos, lo que prueba la afición de los daneses a las expediciones científicas.
La confederación germánica contribuyó con treinta y cuatro mil doscientos ochenta y cinco florines. Pedirle más hubiera sido inútil, porque, aunque se lo hubieran pedido, ella no lo hubiese dado.
Italia, aunque muy entrampada, encontró doscientas mil liras en los bolsillos de sus hijos, pero dejándolos limpios como una patena. Si hubiese tenido Venecia hubiera dado más; pero no la tenía.
Los estados de la Iglesia no creyeron prudente enviar menos de siete mil cuarenta escudos romanos, y Portugal llegó a desprenderse por la ciencia hasta de treinta mil cruzados.
En cuanto a México, no pudo dar más que ochenta y seis mil pesos fuertes, pues los imperios que se fundan andan algo apurados.
Doscientos cincuenta y siete francos fueron el modesto tributo de Suiza para la obra americana... Digamos francamente que Suiza no acertaba a ver el lado práctico de la operación; no le parecía que el acto de enviar una bala a la Luna fuese de tal naturaleza que estableciese relaciones diplomáticas con el astro de la noche, y se le antojó que era poco prudente aventurar sus capitales en una empresa tan aleatoria. Si bien se medita, Suiza tenía, tal vez, razón.
Respecto a España, no pudo reunir más que ciento diez reales. Dio por excusa de su mezquindad que tenía que concluir sus caminos de hierro. La verdad es que la ciencia en aquel país no está muy considerada. España se encuentra aún algo atrasada. Y, además, ciertos españoles, y no de los me-nos instruidos, no sabían darse cuenta exacta del peso del proyectil, comparado con el de la Luna, y temían que la sacase de su órbita; que la turbase en sus funciones de satélite y provocase su caída sobre la superficie del globo terráqueo. Por lo que pudiera suceder, lo mejor era abstenerse. Así se hizo, salvo unos cuantos realejos.
Quedaba Inglaterra. Conocida es la desdeñosa antipatía
con que acogió la proposición de Barbicane. Los ingleses no tienen
más que una alma sola para los veintinco millones de habitantes que encierra
la Gran Bretaña. Dieron a entender que la empresa del Gun-Club era
contraria al principio de no intervención, y no soltaron ni un
cuarto.
A esta noticia, el Gun-Club se contentó con encogerse de hombros y siguió su negocio. En cuanto a la América del Sur, es decir, Perú, Chile, Brasil, las provincias de la Plata y Colombia, remitió a los Estados Unidos trescientos mil pesos. El Gun-Club se encontró con un capital considerable, cuyo resumen es el siguiente:
Suscripción de los Estados Unidos . . 4 000 000 dólares
Suscripciones extranjeras . . . . . . . . . 1 446 675 dólares
Total . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .5 446 675 dólares
Cinco millones cuatrocientos cuarenta y seis mil seiscientos setenta y cinco dólares entraron, a consecuencia de la suscripción, en la caja del Gun-Club.
A nadie sorprenda la importancia de la suma. Los trabajos de fundición, taladro y albañilería, el transporte de los operarios, su permanencia en un país casi inhabitado, la construcción de hornos y andamios, las herramientas, la pólvora, el proyectil y los gastos imprevistos, debían, según el presupuesto, consumirla casi completamente. Algunos cañonazos de la guerra federal costaron mil dólares, y, por consiguiente, bien podía costar cinco mil veces más el del presidente Barbicane, único en los fastos de la artillería.
El 20 de octubre se ajustó un contrato con la fábrica de fundición de Goldspring, cerca de Nueva York, la cual se comprometió a transportar a Tampa Town, en la Florida meridional, el material necesario para la fundición del Columbiad.
A más tardar, la operación debía quedar terminada el 15 del próximo octubre, y entregado el cañón en buen estado, bajo pena de una indemnización de cien dólares por día hasta el momento de volverse a presentar la Luna en las mismas condiciones requeridas, es decir, por espacio de dieciocho años y once días.
El ajuste y pago de salario de los trabajadores y las demás atenciones de esta índole, eran por cuenta de la compañía de Goldspring.
Este convenio, hecho por duplicado y de buena fe, fue firmado por I. Barbicane, presidente del Gun-Club, y por J. Murchison, director de la fábrica de Goldspring, que aprobaron la escritura.