Pese a un gran número de errores de detalle, esta entrevista (publicada en un periódicos inglés en febrero de 1895 bajo el título Jules Verne at home) que es la más conocida, completa la que un año antes realizara Sherard. El encuentro tuvo lugar en el otoño de 1094, en el domicilio del escritor.
El autor de La vuelta al mundo en ochenta días, Cinco semanas en globo y muchas otras recordadas historias que han hecho deleitar a centenares de lectores en muchas partes del mundo disfruta su vida, trabajando feliz, en su casa ubicada en la localidad francesa de Amiens, un tranquilo pueblo provinciano situado en la ruta directa desde las localidades de Caláis y Bolonia hasta París.
El habitante más humilde de la ciudad puede indicarle donde se encuentra la residencia de Jules Verne. Está ubicada en el No. 1 de la Rue Charles Dubois. Es una encantadora casa de estilo antiguo, situada en la esquina de una calle rural que desemboca en un largo bulevar.1
La pequeña puerta, rodeada de un muro cubierto de líquenes, fue abierta por una vieja empleada de apariencia alegre. Tan pronto como le dije que había concertado una cita me llevó a través del pavimentado patio limitado a ambos lados por irregulares y pintorescas construcciones flanqueadas por una corta torre, lo cual representa un típico rasgo de las casas de campo francesas. Al tiempo que la seguía, pude admirar el jardín de la casa de Jules Verne. Estaba compuesto por grandes hayas que cobijaban con su sombra grandes extensiones de un césped bien cuidado, donde destacaban hermosas flores. Ya la época de otoño entraba en sus finales pero todo estaba exquisitamente limpio y arreglado. No se veía una sola hoja a lo largo del ancho camino arenoso donde el veterano novelista hace cada día sus frecuentes paseos.
A través de un camino de grandes piedras, la sirvienta de la casa me guió hacia un acogedor portal lleno de palmas y florecientes arbustos, luego del cual se encontraba el salón principal donde después de unos pocos minutos de espera se me unieron mi anfitrión y anfitriona.
Tal y como ha expresado en otras ocasiones el famoso autor su esposa ha jugado un papel importante en todos y cada unos de sus triunfos y éxitos. Resulta difícil de creer que la anciana dama, que aún conserva su espíritu juvenil y la famosa picardía francesa, haya celebrado el año precedente sus bodas de oro.2
Jules Verne, en su apariencia personal, no resume la idea popular de un gran escritor. Más bien da la impresión de ser un caballero rural culto y esto a pesar del hecho que siempre viste de negro, color que lleva en Francia la mayoría de los miembros de las profesiones liberales. Su chaqueta está decorada con un pequeño botón rojo que denota que el portador posee la alta distinción de ser funcionario de la Legión de Honor. Al haberse sentado, observé que mi anfitrión no parecía tener sus setenta y ocho años. Mi criterio fue más convincente cuando verifiqué que había cambiado muy poco físicamente al compararlo con el gran retrato que colgaba sobre la pared —precisamente en la dirección opuesta al de su esposa—, el cual había sido pintado veinte años atrás.3
Verne es singularmente reservado sobre su trabajo y no mostró ningún deseo de hablar sobre sus libros ni de sí mismo. Si no hubiera sido por la amable ayuda de su esposa, cuyo orgullo por el genio de su marido pude atestiguar, me hubiera sido difícil persuadirlo para que me ofreciera algunos comentarios sobre su carrera literaria o su método de trabajo.
“No puedo recordar la época” —contestó, en respuesta a una pregunta— “en la cual no escribía, o intentaba ser un escritor y como podrá constatar en breve, muchas cosas conspiraron contra eso. Conoce que soy bretón de nacimiento. Mi pueblo nativo fue Nantes, pero mi padre era parisino por educación y costumbres, era además apasionado a la literatura y aunque era demasiado modesto para hacer algún esfuerzo por popularizar su trabajo, era un poeta. Quizás fue por esto que comencé mi carrera literaria escribiendo poesía, —siguiendo tal vez el ejemplo de los literatos franceses, en ciernes, de la época—, la cual se transformó en una tragedia en cinco actos” —concluyó diciendo con una sonrisa en los labios.
“Mi primer trabajo en serio fue, sin embargo” —agregó después de una pausa—, “una pequeña comedia escrita en colaboración con Dumas hijo, quien fue y ha continuado siendo uno de mis mejores amigos. Nuestra obra se llamaba Las pajas rotas y fue puesta en escena en el Teatro Gymnase en París. No obstante, aunque disfrutaba mucho escribir comedias, percibí desde el primer momento que no me traería nada en materia de dinero.”
“Y todavía” —continuó despacio—, “no he perdido mi amor por el teatro y todo lo que se relacione con él. Una de las más reconfortantes alegrías que me ha traído mi trabajo como escritor, ha sido, precisamente, la puesta en escena exitosa de muchas de mis novelas, en especial Miguel Strogoff.”
“Me han preguntado a menudo que fue lo que me dio la idea de escribir lo que —a la búsqueda de un nombre mejor— se puede llamar novelas científicas. Siempre me he consagrado al estudio de la Geografía, tanto como la mayoría de las personas se deleitan al estudiar Historia o tomar partes en investigaciones históricas. Realmente pienso que mi amor por los mapas y los grandes exploradores me llevaron a componer la primera de la larga serie de novelas geográficas.”
“Cuando escribí mi primer libro, Cinco semanas en globo , escogí África como la escena de la acción por la simple razón de que era y es el continente menos conocido, e inmediatamente pensé que la manera más ingeniosa en que esta porción de la superficie del mundo podría explorarse sería desde un globo. Disfruté mucho al escribir la historia y debo agregar que tanto en aquella como en todas mis novelas, las cuales son basadas en una previa investigación, he tratado que los hechos narrados en ellas estén lo más cercano posible a la vida real.”
“Cuando terminé la historia, le envié el manuscrito al conocido editor francés Jules Hetzel, quien leyó el cuento, se interesó en él y me hizo una oferta que acepté. Puedo decirle que este excelente hombre y su hijo se convirtieron y han continuado siendo mis grandes amigos y la editorial está por publicar mi septuagésima novela”.4
Entonces, ¿no vivió momentos de inquietud esperando por la fama? —pregunté—. ¿Fue su primer libro un éxito de venta tanto en casa como en el extranjero?
“Sí” —contestó modestamente—, “Cinco semanas en globo ha sido hasta los días de hoy una de las más leídas de mis historias, pero debe recordar que tenía treinta y cinco años cuando este libro fue publicado, y me había casado ocho años atrás” —concluyó, dirigiendo su mirada a su esposa con aire de galantería.5
¿Su pasión por la Geografía no le sugirió su gran inclinación hacia las Ciencias?
“No me califico como un científico, pero me siento afortunado de haber nacido en una época de descubrimientos notables y quizás de algunas maravillosas invenciones.”
“Está seguramente al tanto” —dijo la señora Verne orgullosamente— “que muchos fenómenos científicos aparentemente imposibles descritos en las novelas de mi esposo se han convertido en realidad”
“Todo es una mera coincidencia” —intervino Jules con tono desaprobador—, “y sin dudas se debe al hecho de que incluso al inventar fenómenos científicos siempre he tratado de que todo parezca tan verdadero y simple como sea posible. En cuanto a la exactitud de mis descripciones debo eso en gran medida al hecho que, incluso antes de que comience a escribir una novela, siempre hago numerosos apuntes de cada libro, periódico, revista o reporte científico a los que tengo acceso. Estas notas eran y son clasificadas según el tema al que pertenecen. No tengo ni que decirle cuán valiosas han sido para mí muchas de ellas.”
“Estoy suscrito a más de veinte periódicos” —continuó— “y soy un asiduo lector de cada publicación científica. Incluso, además de mi trabajo, una de las cosas que más disfruto es leer u oír cualquier reseña sobre un nuevo descubrimiento o experimento en las ramas de la Ciencia, la Astronomía, la Meteorología, o la Fisiología.”
¿Cree que estas lecturas misceláneas le sugieren cualquier nueva idea para sus historias o depende usted totalmente de su propia imaginación?
“Es imposible decir lo que lo hace pensar a uno en el esqueleto de una historia, a veces una cosa, a veces otra. Frecuentemente me ha ocurrido que he tenido una idea en mi cerebro durante años y han sido años después cuando he tenido la oportunidad de desarrollarla en el papel, pero siempre que esto me pasa dejo plasmado una nota sobre la idea en cuestión. Por supuesto, he podido definir el origen de algunos de mis libros. Por ejemplo, La vuelta al mundo en ochenta días, fue el resultado de la lectura de una propaganda turística que fue publicada en un periódico. El párrafo que llamó mi atención mencionó el hecho de que, actualmente, sería bastante posible que un hombre viajara alrededor del mundo en solo ochenta días. Inmediatamente se me ocurrió la idea de que el viajero, beneficiado por la diferencia horaria, podría adelantar o retrasar un día en el viaje. Fue esta idea inicial la que realmente dirigió toda la acción de la novela. Quizás recordará que mi héroe, el señor Phileas Fogg, debido a esta circunstancia llegó a casa en tiempo para ganar su apuesta, cuando había imaginado que había llegado a Londres un día después.”
Hablando de Phileas Fogg, al contrario de la mayoría de los escritores franceses, parece disfrutar dándole a sus héroes nacionalidad inglesa o extranjera.
“Sí, considero que los miembros de la raza angloparlante siempre fabrican excelentes héroes, sobre todo cuando se trata de una historia de aventuras o de descubrimientos científicos. Admiro el aplomo y las cualidades de esa nación que siempre intenta ir hacia adelante, y que ha plantado el pabellón británico en una gran porción de la superficie del planeta.”
Sus historias también difieren de las de sus coterráneos —me aventuré a observar— considerando que en ellas el bello sexo juega un pequeño papel.
Una mirada de aprobación proveniente de mi anfitriona me hizo darme cuenta de que estaba de acuerdo con la veracidad de mi observación.
“Niego esa afirmación por completo” —intervino Jules con pasión. “Tomemos por ejemplo a Mistress Branican y las encantadoras jóvenes que aparecen en muchas de mis novelas. Siempre que haya alguna necesidad de introducir el elemento femenino, allí lo encontrará.” Hizo una pausa y luego me dijo sonriendo: “El amor es una pasión absorbente y deja poco espacio para algo más en el corazón humano, mis héroes necesitan de mucho ingenio para llegar a sus propósitos finales y la presencia de una encantadora joven puede interferir en sus objetivos. Siempre he deseado al escribir mis novelas que ellas luego se pongan, sin la menor vacilación, en las manos de todas las personas jóvenes y por esta razón he evitado escrupulosamente cualquier escena que provoque que un chico piense que a su hermana no le gustaría leerla.”
“Antes que la luz del día se desvanezca, ¿no le gustaría subir para ver el lugar de trabajo y estudio de mi esposo?” —preguntó mi anfitriona— “Podremos continuar nuestra conversación allá arriba.”
Con la guía de la señora Verne pasamos una vez más al vestíbulo, donde una puerta se abrió, guiándonos hasta una escalera en forma de espiral. Al subir llegamos al conjunto de habitaciones donde el señor Verne ha pasado la mayor parte de su vida y desde donde ha escrito muchos de sus libros más encantadores. A medida que íbamos caminando por el corredor tuve la oportunidad de ver algunos mapas —vivos testimonios del gran deleite de su dueño por la Geografía y la necesidad de la información precisa— colgados en la pared.
“Es aquí” —dijo la señora Verne al momento que abría la puerta de una pequeña habitación—, “que mi esposo escribe todas las mañanas. Debe conocer que se levanta a las cinco y a la hora de almuerzo —eso es alrededor de las once— termina su trabajo por el resto del día, ya sea que esté escribiendo o corrigiendo algún manuscrito. Generalmente cada tarde se retira a dormir aproximadamente a las ocho o media hora después de las ocho”
El escritorio de madera está situado delante de una gran ventana, exactamente en la dirección opuesta del catre. De esta manera, en las mañanas de invierno, cuando Verne hace una pausa en su trabajo matutino, puede divisar el alba que comienza a observarse por encima de la espiral de la Catedral de Amiens. La pequeña habitación se encuentra desprovista de toda ornamentación. Solo aparecen dos bustos, uno de Moliere y otro de Shakespeare, y algunos cuadros, incluyendo uno —pintado con acuarela— del yate de mi anfitrión, el St. Michel, un espléndido pequeño velero en el cual él y su esposa pasaron hace algunos años atrás muchas de las horas más felices de sus vidas.
Al salir de la alcoba se encuentra un largo apartamento que resulta ser la biblioteca de Jules Verne. La habitación está llena de estantes y en el centro de la misma se encuentra una gran mesa bajo la cual aparece un gran bulto de periódicos, revistas e informes científicos, todos cuidadosamente ordenados, además de una representativa colección de literatura periódica francesa e inglesa. Un gran número de cartones —que ocupan, sin embargo, poco espacio— contienen las más de veinte mil notas que el autor ha almacenado durante su larga vida.
Dime cuales son los libros que lee y te diré que tipo de persona es, reza un viejo refrán que puede ser perfectamente aplicado a Jules Verne. Su biblioteca es estrictamente para su uso, no para mostrarla. En ella hay copias bien usadas de amigos tan intelectuales como Homero, Virgilio, Montaigne, Shakespeare, las ediciones de Fenimore Cooper, Dickens y Scott. Aunque un poco roídos por el tiempo, pero muy estimados por su dueño, los libros tienen la huella de un uso constante, y también, pero con una apariencia más actual, se pueden encontrar en la colección muchas de las más famosas novelas inglesas.
“Estos libros le probarán” —observó Verne genialmente — “cuán sincero es mi afecto por Gran Bretaña. Toda mi vida me he deleitado con los trabajos de Sir Walter Scott y le puedo asegurar que, durante una inolvidable gira a las islas británicas, pasé mis días más felices en Escocia. Aún veo, como en una visión, la hermosa y pintoresca Edimburgo, con su Heart of Mid-Lothian6, y muchos otro recuerdos encantadores; los Highlands7; la isla de Iona8 separada del resto del mundo y de las salvajes islas Hébridas9. Por supuesto, para alguien familiarizado con las novelas de Scott existen muy pocos distritos de su tierra nativa que no tenga alguna asociación con el escritor y su trabajo inmortal.”
¿Cuál fue la impresión que se llevó cuando visitó Londres?
“Me considero un devoto del Támesis10. Pienso que el gran río es el rasgo más llamativo de esa extraordinaria ciudad.”
Me gustaría que me diera su opinión sobre algunos de nuestros para la juventud y las novelas de aventuras. Por supuesto, conoce que Inglaterra lleva la delantera con respecto a este tipo de literatura.
“Sí. De hecho, muy notable con ese clásico, admirado por igual tanto por jóvenes como por adultos, Robinson Crusoe. Quizás le sorprenda si le dijera que no obstante sigo prefiriendo la vieja historia de El Robinson suizo. La gente olvida que la historia de Crusoe y Viernes fue sólo un episodio de una historia de siete tomos. Desde mi punto de vista, el gran mérito del libro es que fue al parecer la primera historia escrita sobre este tema. Todos hemos escritos sobre robinsones” —agregó sonriendo—, “pero es algo difícil conocer si cualquiera de ellos hubieran visto la luz de no haber tenido un prototipo tan famoso.”
¿Y en que lugar posiciona al resto de los escritores ingleses de novelas de aventuras?
“Infelizmente, solo he podido leer a aquellos que han sido traducidos al francés. Nunca me canso de leer las obras de Fenimore Cooper; algunas de sus novelas merecen la inmortalidad y estoy seguro que serán aún recordadas mucho después de que los llamados gigantes literarios que le sucedieron sean olvidados. Disfruto mucho las animadas historias del capitán Marryat. Debido a mi desafortunada incapacidad de leer en inglés no estoy tan familiarizado, tanto como debo estarlo, con autores como Mayne Read y Robert Louis Stevenson. No obstante, de este último me gusta mucho su Isla del tesoro, de la cual poseo una traducción. Cuando la leo, me parece que la obra tiene una frescura extraordinaria en el estilo y un poder enorme. No he mencionado” —continuó— “al escritor inglés que considero como el maestro de todos. Se trata de Charles Dickens” —expresó Verne al momento que su rostro se iluminó con entusiasmo juvenil. “Considero que el autor de Nicholas Nickelby y David Copperfield, posee el sentido de la emoción, del humor, de la peripecia, del argumento, un poder descriptivo y cualquiera de estas características le hubiera elaborado una buena reputación a cualquier mortal menos dotado, pero insisto nuevamente, es uno de aquellos cuya fama pudiera irse desvaneciendo pero nunca desaparecerá.”
Una vez que Jules terminó sus comentarios, su esposa me hizo notar la existencia de un gran estante lleno de cientos de libros de ediciones recientes y aparentemente poco leídos.
“Aquí” —dijo—, “puede ver varias ediciones de libros de mi esposo en diferentes idiomas: francés, alemán, portugués, holandés, sueco y ruso. Incluso hay una traducción japonesa y árabe de La vuelta al mundo en ochenta días” . Mi amable anfitriona tomó y hojeó las páginas del libro con el cual un árabe puede leer las aventuras del señor Phileas Fogg.
“Mi esposo” —agregó— “nunca ha releído un capítulo de una de sus novelas. Cuando los últimos borradores son corregidos su interés en ellos termina, a pesar del hecho de que a veces ha estado pensando durante años de su vida en el argumento de una novela o inventando escenas que figuren en sus historias.”
¿Cuál es su método de trabajo? —pregunté. Supongo que no tenga objeción alguna en brindarnos su receta
“No sé” —contestó de buen humor—, “cuál es el interés que el público puede encontrar en tales cosas. Pero, de todos modos, los iniciaré en los secretos de mi labor literaria, aunque no le recomiendo a nadie que proceda con el mismo plan, porque pienso que cada uno de nosotros trabaja con su propio estilo e instintivamente conoce cuál es el mejor método. Bien, comienzo haciendo, a grandes rasgos, un borrador de lo que será mi nueva historia. Nunca empiezo un libro sin saber el principio, el desarrollo y el desenlace del mismo.”
“Hasta el momento siempre he tenido la fortuna de no tener sólo uno, sino media docena de esquemas definidos elaborados en mi mente. Si encuentro que alguna vez el asunto se me torna muy difícil, entonces considero la posibilidad de abandonar esa idea. Después de completar mi borrador preliminar, preparo un plan de los capítulos que pudiera contener la historia y es entonces cuando comienzo a escribir a lápiz la primera copia, dejando un margen de media página para las correcciones. Luego leo todo y escribo todo de nuevo, pero esta vez en tinta. Considero que mi verdadera labor comienza con mi primer juego de copias. Ahí no solamente corrijo algunas oraciones, sino que vuelvo a escribir capítulos enteros. No parezco estar conforme con mi historia hasta que no veo que está impresa. Afortunadamente, mi amable editor me permite que haga tantas correcciones como desee y frecuentemente estas llegan a ser ocho o nueve. Envidio, pero no intento emular con el ejemplo de aquellos que desde el primer capítulo hasta la palabra ‘FIN’, nunca ven razón alguna para alterar o agregar una sola palabra.”
¿Este método de composición debe retardar mucho su trabajo?
“No creo que sea así. Gracias a mis hábitos regulares produzco invariablemente dos novelas completas al año. Siempre me encuentro adelantado en mi trabajo; de hecho, en estos momentos, estoy escribiendo una novela que presentaré en el año 97. En otras palabras, tengo cinco manuscritos listos para ser impresos.11 Por supuesto” —agregó pensativamente—, “esto lo he logrado con mucho sacrificio. Comencé a trabajar fuerte desde temprano y mi trabajo constante y su proporción sostenida han sido incompatibles con los placeres de la sociedad. Cuando éramos jóvenes, mi esposa y yo vivíamos en París y disfrutábamos el mundo y sus placeres en su totalidad. Hace doce años que me vine a vivir a Amiens12, mi esposa nació en esta ciudad, y fue aquí que la conocí hace cincuenta y tres años13, y poco a poco todos mis lazos de amistad e intereses se han centrado en este pueblo. Algunos de mis amigos, incluso, le dirán que me siento más orgulloso de ser concejal de la ciudad que de mi reputación literaria. No niego que disfruto a plenitud mi puesto en el gobierno municipal.”
¿Ha seguido en alguna ocasión el ejemplo de algunos de sus propios personajes, viajando, por varios lugares del mundo?
“Sí, de hecho soy un aficionado apasionado a los viajes. En algunas ocasiones pasaba una gran parte de cada año navegando en mi yate, el St. Michel. Puedo decirle que soy devoto al mar y no puedo imaginar nada más ideal que la vida de un marinero. Pero junto a la edad me llegó un amor fuerte por la paz y la quietud y...” —agregó el veterano novelista en tono triste— “... ahora sólo viajo con la imaginación.”
Creo que ha agregado sus laureles como dramaturgo a sus otros triunfos
“Sí” —contestó—, “seguramente conoce que tenemos en Francia un proverbio que dice que un hombre siempre termina regresando a sus primeros amores. Como le dije anteriormente, siempre siento un deleite especial con todo lo que tiene que ver con el mundo dramático; mi debut literario fue como dramaturgo y de las tantas satisfacciones que he recibido por mi labor, ninguna me dio más satisfacción que mi retorno a la escena.”
¿Cuál de sus historias ha sido la más exitosa en el teatro?
“Miguel Strogoff fue quizás la más popular. Se escenificó en varios lugares del mundo. Luego, La vuelta al mundo en ochenta días, tuvo mucho éxito y más recientemente Matías Sandorf fue representada en París. Pudiera divertirla el hecho de que mi cuento El doctor Ox fue tomado como base de una opereta representada en el Teatro de Variedades hace unos diecisiete años. En una época yo mismo me encargaba de montar mis piezas teatrales, pero ahora mi contacto con el mundo teatral solo se limita a visitar el teatro de nuestra ciudad. Debo admitir que en varias ocasiones buenas compañías de teatro nos han honrado en el pueblo con su presencia.”
Supongo —hablé dirigiéndome a la señora Verne—, que su esposo recibe muchas comunicaciones de su inmenso club de admiradores ingleses de amigos y lectores desconocidos.
“Sí” —respondió con jovialidad— “¡y piden muchos autógrafos! Desearía que los pudiera ver. Si no estuviera aquí para protegerlo de sus amigos, pasaría la mayor parte de su tiempo escribiendo su nombre en pedazos de papel. Supongo que son pocas las personas que han recibido epístolas tan extrañas como las que ha recibido mi esposo. Las personas le escriben sobre cosas de cualquier clase. Unos le sugieren una trama para una nueva historia, otros le confían sus problemas personales o le hablan de sus aventuras o le envían sus libros.”
¿En alguna ocasión uno de estos remitentes desconocidos ha hecho preguntas indiscretas sobre los planes para el futuro del señor Verne?
Mi amable y cortés anfitrión respondió por ella. “Muchos son tan amables por interesarse en cuál será mi próximo libro. Si desea compartir esa curiosidad, le gustará saber lo que aún no he anunciado, excepto a mis amigos íntimos. Mi próxima novela llevará por título La isla de hélice. Contiene un grupo de nociones e ideas que han estado en mi mente durante muchos años. La acción tendrá lugar en una isla flotante creada por la ingeniosidad de un hombre, una especie de Great Eastern pero diez mil veces mayor y en ella viajan lo que pudiera ser llamado, en este caso, una población móvil. Es mi intención” —concluyó Verne—, “completar, antes que mis días de trabajo terminen, una serie que concluirá en forma de novela mi estudio completo de la superficie del mundo y los cielos. Existen todavía lugares del mundo a los que mis pensamientos aún no han llegado. Como conoce, tengo una novela que trata sobre la Luna, pero queda aún mucho por hacer, y si la salud y la fuerza me lo permiten, espero terminar esa tarea.”
Faltaba aún media hora antes de que el tren que hace la ruta Caláis-París (una vez tan elocuentemente descrita por Rossetti) partiera y la señora Verne, con bondadosa amabilidad, muy peculiar en las mujeres francesas bien educadas, me condujo a la catedral Notre Dame d’Amiens, en la cual se podía leer en una piedra un poema fechado en el duodécimo siglo.14 Dentro de sus paredes majestuosas el turista inglés tiene la oportunidad de ver todos los domingos al anciano hombre que con su pluma le ha dado muchas horas felices tanto a jóvenes como a adultos.