Jules Verne

por

Adolphe Brisson

Publicada en 1899

Traducción española: Ariel Pérez

El periodista Adolphe Brisson le hizo la visita a Jules Verne a finales de 1898. Su entrevista, primeramente publicada en Revue Illustrée, del 1ro de diciembre de 1898, ha sido reimpresa en una forma un poco diferente en Portrait intimes. Quatrième série (Promenades et visites) publicada en París por Armand Colin et Cie, Editeurs en 1899 (p-111. p-120 ). El texto aparecido en esta última edición es el que se reproduce a continuación.

Tuve la idea, con la llegada del nuevo año, de ir a visitar al señor Jules Verne. Le debía esa prueba de reconocimiento por los buenos momentos que me ha hecho pasar. Tenía gran curiosidad por ver e interrogar a este autor, cuyas invenciones sorprendentes han cautivado a muchos millones de jóvenes franceses. Me habían asegurado que nunca abandonaba la ciudad de Amiens, donde había establecido su residencia. Le hice conocer mi deseo y recibí rápidamente una amable respuesta acordando la cita...

“No soy más que un hombre de provincia” —me dijo en esencia el señor Jules Verne—, “pero conozco bien mi provincia. Le mostraré nuestra querida catedral.” El día indicado, llegué a la vieja ciudad y me informé acerca del lugar donde vivía el escritor. Cuando el empleado de la estación ferroviaria, al cual le había solicitado esa información, supo con que persona iba a encontrarme, tomó una actitud respetuosa y auguré, basándome en su diligencia, que el padre de Miguel Strogoff goza en la ciudad de una alta consideración y que su popularidad igualaba, al menos, la de las giras góticas, las telas de Puvis de Chavannes y las famosas pastas de pato de las cuales se enorgullece, y con toda razón, la capital de Picardía. “Rue Charles Dubois, una bella casa con un muro y un portal; sólo siga la ruta de la vía férrea” —me dijo el chico.

Mi toque en la campana alteró la soledad de la calle Charles Dubois. La puerta se entreabre y me encuentro en medio de un patio arenoso, que prolonga a su izquierda un sonriente jardín. Ante mi, percibo una flamante cocina, de color cobrizo brillante, y de donde se exhalan suaves perfumes. A la derecha, un pórtico cerrado en forma de sierra. Alguien se apresura y desciende por los peldaños de la escalera. Es él... el señor Jules Verne será septuagenario en breve, habiendo nacido en la primavera de 1828; lleva con verdor el peso de la edad y, si un viejo accidente dejó su pierna sin movimiento, su espíritu conserva una vivacidad juvenil. Me introdujo en la sala, donde la señora Verne llega para unírsenos, y me siento rápidamente a mi gusto, acogido por esta simpatía. La señora Verne me hace con gracias los honores de su casa al decorar los muebles y me guía hacia una pequeña habitación donde la mesa de almuerzo está servida.

“Nuestro comedor es muy grande; tomamos aquí nuestra comida los dos juntos. Hemos agregado su cubierto” —me dijo la señora Verne.

Verne se alimenta con huevos y herbaje, todo como si fuera vegetariano. La señora Verne tiene un apetito de ave. Y mientras que, por cortesía, y también por gula, me apresure a probar las cosas exquisitas que se prepararon para mi solo, mis anfitriones me conversan del presente y del pasado, de la edilidad amienense y de los recuerdos ya lejanos de París. Jules Verne ha sido elegido concejal municipal; es un concejal muy cuidadoso que nunca ha faltado a las sesiones del Concejo. La señora Verne divide su tiempo entre los deberes de la caridad y el placer del teatro; tiene una luneta que raramente no es ocupada y disfruta de los numerosos espectáculos que el empresario reserva a sus abonados y que se componen, al menos, de doce o quince actos variados. A la mañana siguiente, a las cinco de la mañana, Jules se sienta en su buró. Su existencia transcurre sin preocupaciones, sin fiebre, entre esos entretenimientos y esos trabajos. Y he aquí que ya hace medio siglo que dura esta quietud. Y esperan que ningún accidente venga a alterarla y que mueran también de forma tan apacible a como han vivido. Dos horas apenas separan a Amiens de París y no sienten el deseo de montar en un tren para contemplar la cima de la torre Eiffel.

“¡Aquí se está bien!” —exclama riéndose Verne. “El aire que se respira aquí es salubre, calma los nervios y fortifica el cerebro... Y además, ¡si conociese cuán poco ambicioso soy!”

Observo al señor Verne mientras que se expresa de esa manera. Me asombro de la extrema dulzura diseminada por sus rasgos. Casi roza con la timidez. Este hombre que imagina tantas aventuras extraordinarias, no se parece en nada a sus héroes, ni al capitán Hatteras que descubrió el Polo, ni a Michel Ardán que viajó a la Luna, ni al capitán Nemo que recorrió el fondo de los mares, ni a Héctor Servadac, ni al rápido Phileas Fogg. Tiene ojos azules muy tiernos, una voz discreta, gestos atentos y medidos, el paso de un ingeniero distinguido que no sale de su oficina, o de un dignatario de la administración de las finanzas...1

“Sí, querido señor, he renunciado a París. Por tanto, ahí he sentido hondas satisfacciones.”

Heme aquí en el campo de las confidencias. Me condujo a su habitación que no es más grande que la cabina de un barco pero que recibe los haces de luces de dos altas ventanas sin cortinas. Atiza su fuego y me ofrece un tabaco que le llega de La Habana y que el fabricante bautizó con el título de uno de sus volúmenes, El rayo verde. Comienza a contarme la historia de su inicio en las letras. Era estudiante; había compuesto una media docena de tragedias cuando dejo Bretaña por la capital donde contaba vagamente hacer su fortuna. Tenía un gusto mediocre por el Derecho, pero amaba la música y la poesía. El caballero de Arpentigny, quiromántico celebre, el émulo de Desbarolles, lo presentó a Alexandre Dumas. De Bréhat le abrió la puerta del editor Hetzel. Fue un doble camino para llegar a ser renombrado. El señor Jules Verne escribió, en colaboración con Dumas hijo, una obra que titula Las pajas rotas que fue representado, bajo el auspicio de Dumas padre, en el Teatro Histórico y recibió una aceptación honorable. Trabajaron en la obra en los jardines de Monte Cristo, donde se veía llegar, en el momento de la cena, a los hambrientos huéspedes. Dumas descendió a la oficina y confeccionó, entre dos capítulos de folletín, una rápida mayonesa. Faltaba la vajilla, algo que parecía no sorprender a los invitados; pero la champaña burbujeaba, las mujeres estaban contentas y ninguna se querellaba de estar obligada a beber en el mismo vaso que su vecino. Se nombró al señor Jules Verne, bajo la dirección de Emile Perrin, como secretario principal del Teatro Lírico; no tocó los emolumentos, pero tenía la satisfacción de encontrar cada día a autores y compositores ilustres como: Scribe, Adolphe Adam, Auber y Clapisson; se proponía encuadernar los folletos de las óperas cómicas y de las óperas. Esperando, trató con breves cuentos, imitados de Edgar Poe, que imprimió benévolamente el Musée des familles. Uno de ellos, Un drama en los aires, fue comentado favorablemente. Era sobre un loco embarcado por error en la barquilla de un aerostato, y que buscaba matar a su compañero de viaje. Viendo que con los globos le iba bien, escribió su primera novela Cinco semanas en globo que obtuvo una aceptación rotunda. Jules concebía vastas empresas, aspiraba a los triunfos de Balzac y meditaba con sacudir, hasta sus cimientos, a la sociedad moderna, por la audacia y crueldad de sus pinturas. Su editor, el señor Hetzel padre, intervino y le espetó un discurso lleno de sagacidad:

“Mi muchacho” —le dijo—, “crea en mi experiencia. No pierda sus fuerzas. Acaba de fundar un género, o al menos de rescatar de manera profunda, un género que parecía agotado. Trabaje sobre esa línea que la fortuna o su genio natural le ha hecho descubrir. Ahí logrará mucho dinero y gloria, con la condición de no desviarse del camino a recorrer. He aquí lo convenido. Me da, a partir de hoy dos novelas por año. Firmaremos mañana...”

Jules Verne firmó el contrato, y no cesó de observar las cláusulas. Su producción es tan regular como la de las manzaneros de su país; es simplemente más abundante, debido a que da en primavera y en otoño doble cosecha. Ningún accidente ha venido a interrumpirla. La guerra y la revolución oprimieron a Francia, pero no han podido arrancar la pluma de esta mano brava e infatigable. El sexagésimo séptimo volumen del señor Verne acaba de aparecer2. El sexagésimo octavo florecerá con las rosas, el sexagésimo noveno estará maduro con las uvas, y si Dios lo permite, el centésimo, dentro de unos doce años, coronará la serie. Ese día, los monumentos de Amiens serán exhibidos, y, sin dudas, también las revistas del señor Hetzel que deben a esta asombrosa fecundidad la mayor parte de sus riquezas.

Cuando felicito al novelista por su actividad, me responde con sencillez:

“No hay motivos. El trabajo es para mí la fuente del único bienestar verdadero. Desde que termino uno de mis libros me siento malhumorado y no recobro el reposo hasta que comienzo el siguiente. La ociosidad me resulta un suplicio.” Sus ocupaciones se regularizan inmutablemente. Se levanta al alba, trabaja hasta las once. Se va, luego del almuerzo, al local de la Sociedad Industrial, donde están instaladas las salas de lecturas; allí se documenta con los periódicos y las revistas y las lee en un orden que se esfuerza en no alterar, Le Figaro sucede a Le Temps, Le Gaulois a Le Figaro. Le sería difícil renunciar a este método, su diversión se vería alterada. Los días en los que el Concejo se reúne, Jules Verne se ve privado de sus lecturas, porque asume con una conciencia admirable sus deberes municipales. Así transcurre, en una serenidad de alguna forma claustral, la vida de este literato que fue un infatigable creador de ficciones aventureras. ¿De dónde toma sus temas y de qué manera los introduce en su obra? El señor Jules Verne no duda en satisfacer, acerca de este punto, mi curiosidad. Lo hace incluso con un poco de coquetería; y esta afirmación, que se le escapa, parece responder a una crítica que uno no debe dejar de hacerle (se le pregunta a todos los grandes productores): "No piense al menos que mis obras son improvisadas. Me cuestan un esfuerzo considerable. Las vuelvo a copiar y las reviso muchas veces antes de entregarlas a la imprenta.

Me muestra su manuscrito en curso de revisión. Cada capítulo está apoyado por numerosas notas relativas al carácter de los personajes y al diálogo. Después de esto, se le aplica lápiz al papel. Este es un primer borrador que el autor repasa a tinta, modificándolo, en algunas de sus partes. Pero solo acomete esta tarea después de haber decidido su escenario y encontrado su desenlace que es el asunto más importante. Para que una novela agrade es necesario que el desenlace sea, todo en su conjunto, optimista e ingenioso y que el joven lector no lo haya previsto fácilmente. Las largas estancias del señor Verne en la Sociedad Industrial le resultan, desde este punto de vista, de preciosa ayuda. Es suficiente un hecho cualquiera, un telegrama, un eco para sugerirle nuevas combinaciones inesperadas. Es a partir de un anuncio de la agencia Cook que extrajo el argumento para La vuelta al mundo en ochenta días. Su plan está determinado, se documenta, se procura todos los libros relativos a la parte de la Tierra donde el drama va a desarrollar, penetra en la Geografía de Élisée Reclus.3 Es la fase laboriosa de la gestación. El resto no es más que un juego...

Le debo a George Sand4 uno de mis éxitos populares. Ella me animó a componer Veinte mil leguas de viaje submarino. Le quiero comunicar la carta que me dirigió en 1865.

Jules Verne es muy cuidadoso como para buscar en vano un autógrafo. Las miles de epístolas que le llegan desde los cuatro extremos del Universo, se clasifican con un rigor extremo. Se dirige directamente hacia el de la señora de Nohant cuya misiva, como verán a continuación, fue redactada en términos muy formales:

“Le agradezco, señor, sus amables palabras escritas en dos encantadoras obras que han conseguido distraerme de un dolor bien profundo y me ha hecho soportar la inquietud. Solo tengo una aflicción en lo que les concierne, es la de haberlas terminado y no tener una docena de ellas para continuar leyendo. Espero que nos conduzca bien pronto a las profundidades del mar y que haga viajar sus personajes en esos aparatos sumergidos que su ciencia y su imaginación pueden permitirse perfeccionar. Cuando Los ingleses en el Polo Norte5 aparezcan en un volumen, le pido que me los envíe. Tiene usted un adorable talento de corazón para realzarlo. Gracias mil veces por los momentos que me ha hecho pasar en medio de mis penas. G. SAND.”

Dieron las dos en el campanario del vecindario. Mi anfitrión me propone guiarme a visitar las curiosidades de Amiens, e insiste en que no rechace esta oferta cordial. Al llegar a la puerta de la calle, diviso un planisferio, colgando en la muralla y pintado con líneas de colores. “Solía divertirme” —me dijo Jules Verne, “indicando sobre este mapa el recorrido de todos los viajes efectuados por mis héroes. Pero me vi obligado a renunciar. No me reconocía más.” Pude ver, ordenados en una biblioteca, las traducciones de las obras de Jules Verne. Todas las lenguas estaban ahí representadas. La isla misteriosa en japonés, De la Tierra a la Luna en árabe, ¡con las ilustraciones de la edición de Hetzel! El escritor puede navegar hacia todas las latitudes, es seguro encontrar su prosa en la librería, ¡y hasta en los países en que no hay librerías!...

Caminamos uno al lado del otro, con pequeños pasos, por la desierta avenida. Y no pude cohibirme de expresarle a Verne el asombro en el que me dejó su humor sedentario. ¿Es probable que un hombre que describe tan perfectamente su globo terrestre no haya tenido la fantasía de explorarlo y de recoger en el lugar sus informaciones en lugar de tomarlas en los libros?

Me confiesa entonces que tuvo hace tiempo un pequeño yate, el Saint Michel, sobre el cual navegó a la Mancha y al Mediterráneo. Eh! ¿qué, no fue más lejos?

—“¡Mi Dios, no!”

—¿No vio a los antropófagos?

—“¡Me cuidaría de no hacerlo!”

—¿Ni a los chinos?

—“Tampoco.”

—¿Tampoco le dio la vuelta al mundo?

—“¡Ni la propia vuelta al mundo!”

Si el señor Jules Verne no ha buscado la emoción de las travesías peligrosas, sin dudas, ¿ha practicado los deportes de naciones civilizadas, le gusta la caza, la pesca, la equitación, el polo y el fútbol? Me confiesa ingenuamente que la pesca le ha parecido siempre algo bárbaro y que la caza le inspira horror. Solo ha ido de caza en una ocasión y disparó al sombrero de un gendarme, que lo asignó a la policía correccional.6 Y ha jurado no recomenzar.

Durante mucho tiempo erramos por las calles de la ciudad. A las tres exactamente, el señor Verne entró, según su costumbre, a la repostería donde le reservan, para este instante de la tarde, su taza de leche cotidiana. Me acompañó a la iglesia, al museo donde están las excelentes telas de Puvis; me sedujo por su extrema bondad, por la solidez y la variedad de sus conocimientos, por la agudeza de su juicio, y no cesó un instante de confundirme. Cuando lo seguía no hace mucho tiempo en sus vagabundeos alrededor de los soles y los planetas, o al centro de la Tierra, o a los campos submarinos del Atlántico, entre las algas o los peces monstruosos, me representaba al autor de esos prodigios bajo la apariencia de un gigante, dotado de un vigor y de una agilidad sobrehumanas... Ese conquistador es un bebedor de leche, un soñador delicado, un filósofo ameno y un perfecto concejal municipal.

¡Y se pretende que los escritores se reflejen es sus libros!



  1. En el texto publicado en Revue illustrée, Brisson agrega: "Y me sorprendo de la exigüidad de su talla".
  2. Se trata de El soberbio Orinoco aparecido en 1898. Los dos volúmenes siguientes serán los de El testamento de un excéntrico (1899).
  3. Élisée Reclus (1830-1905), geógrafo y pensador anarquista francés que participó en el debate político y social del siglo XIX. (Nota del traductor)
  4. Seudónimo de Amandine Aurore Lucie Dupin, baronesa Dudevant. Novelista francesa del movimiento romántico cuyo estilo de vida anticonvencional y sus numerosos romances escandalizaron a la sociedad parisina. Nació en 1804 y murió en 1876. (N del T)
  5. Se trata del primer volumen de Aventuras del capitán Hatteras aparecido en mayo de 1866, después de haber sido publicado en folletín en Revista de la Educación y la Recreación de 1864 a 1865 bajo ese título.
  6. Las incidencias de este día de caza las narra en el cuento Diez horas de caza. (N del T)

JV.Gilead.org.il
Translation Copyright © 2006 Ariel Pérez
Copyright © Zvi Har'El
$Date: 2007/12/27 09:15:58 $