PARECE que la cuestión de los globos ha experimentado un nuevo avance tras las audaces tentativas de Nadar. La ciencia aerostática parecía abandonada desde hacía mucho tiempo; y, a decir verdad, no hizo grandes progresos desde las postrimerías del siglo XVIII; los físicos de entonces lo habían inventado todo: el gas hidrógeno para hinchar el globo, la red para contener el tafetán y sostener la barquilla, y, por último, la válvula para dar salida al gas; igualmente se había descubierto la manera de ascender y descender mediante la liberación de gas o de lastre. Así pues, durante ochenta años, el arte de los aeronautas permaneció estacionario.
¿Significa esto que las tentativas de Nadar han provocado un nuevo progreso? Quizás; y estoy tentado de decir “evidentemente”. He aquí el porqué:
En primer lugar, este valiente e intrépido artista ha reavivado el asunto caído en el olvido; se ha aprovechado de su situación simpática ante la prensa y los periodistas para llamar la atención del público sobre esta cuestión. Al principio de los grandes descubrimientos, siempre hay un hombre de este temple, buscador de dificultades, amante de lo imposible, que intenta, trata, triunfa a medias, pero al fin los pone en marcha; entonces se incorporan los sabios; hablan, escriben, calculan y un buen día el éxito salta a la vista de todos.
A esto llevaron las arriesgadas ascensiones de Nadar; a que el arte de elevarse y navegar en el aire se convierta alguna vez en un medio práctico de locomoción y la posteridad, si obra con justicia, le deberá una gran parte de su reconocimiento.
No voy a narrar aquí los viajes del Gigante; ya lo han hecho quienes, al haberlo acompañado en su vuelo, estuvieron mejor situados para ver, mejor dispuestos para relatar. Solamente quiero indicar, en unas pocas líneas, la dirección que tiende a tomar la ciencia aeronáutica.
En primer lugar, según Nadar, el Gigante debe ser el último globo; las dificultades de sus descensos demuestran claramente que un aparato tan grande es peligroso de conducir, imposible de guiar.
Se quiere, pues, llegar al extremo de suprimir el aeróstato lisa y llanamente; ¿es esto posible? Así lo cree el señor Babinet, como si la idea se le hubiese ocurrido a él; los señores de Ponton d'Amécourt y de La Landelle aseguran haber vencido las dificultades y resuelto el problema.
Pero antes de entrar en los detalles de su invento, terminemos con los globos: permítanme hablarles del aparato del señor de Luze. Lo he visto funcionar en pequeño y es sin ninguna duda lo más ingenioso que se ha ideado para dirigir un aeróstato, si un aeróstato es algo dirigible; además, el inventor ha actuado con lógica: en lugar de intentar empujar la barquilla, ha procurado empujar el globo.
Para lo cual le ha dado la forma de un cilindro alargado: sobre este cilindro ha dispuesto las paletas de una hélice; ha unido los dos extremos del cilindro a la barquilla por medio de cables enrollados sobre poleas; estos cables tienen por objeto dar, mediante un motor cualquiera, un movimiento de rotación al cilindro y así el globo se enrosca literalmente en el aire.
No hay duda que el aparato funciona, y funciona muy bien; ciertamente no podrá remontar corrientes demasiado fuertes; pero, con viento moderado, creo que será posible dirigirlo; además, el aeronauta tendrá a su disposición unos planos inclinados que, desplegados en un sentido o en el otro, le permitirán dar verdaderas bordadas verticales.
Su globo debe hacerse de cobre, para evitar la pérdida del hidrógeno puro, que es muy sutil, y el señor de Luze espera producir los movimientos de ascenso y descenso por medio de una bolsa, colocada en el interior del globo, cuyo aire comprimirá mediante una bomba.
He aquí muy someramente su invención; se ve que lo más ingenioso es que el globo mismo hace de hélice. ¿Tendrá éxito el señor de Luze? Ya lo veremos, pues tiene la intención de pasearse durante dos días por encima de París.
Pero vuelvo al proyecto de los señores de Ponton d'Amécourt y de La Landelle; se trata de algo muy serio; queda por saber si su idea es practicable con los medios que pone a su disposición la mecánica actual.
Conocen ustedes esos juguetes formados por paletas a los cuales se les comunica una fuerte rotación por medio de una cuerda desenrollada rápidamente; el objeto levanta vuelo y se remonta por el aire mientras la hélice conserva su movimiento giratorio; si este movimiento continuase, el aparato no caería; imaginen un resorte que actúe sin cesar y el juguete se sostendrá en el aire.
Sobre este principio está fundado el helicóptero del señor de Ponton d'Amécourt; el aire ofrece un punto de apoyo suficiente a la hélice, que lo golpea oblicuamente; todo esto es físicamente real; con mis propios ojos he visto funcionar unos aparatitos construidos por estos señores; un resorte tensado, soltado de repente, se elevaba con la hélice.
Pero evidentemente la columna de aire expulsada por la hélice imprimiría al aparato un movimiento de rotación inversa; es necesario obviar este inconveniente, porque el aeronauta se aturdiría rápidamente con este vals aéreo. Por eso, mediante dos hélices superpuestas y que giran en direcciones contrarias, el señor de Ponton d'Amécourt ha podido restituir la inmovilidad total.
Con una tercera hélice, vertical, dirige el aparato como desea. Así pues, por medio de las dos primeras se sostiene en el aire; por medio de la tercera se impulsa como si estuviese en el agua.
He aquí teóricamente el medio descubierto, el helicóptero; pero, en la práctica, ¿tendrá éxito? Todo va a depender del motor empleado para mover la hélice; debe ser a la vez potente y ligero. Desgraciadamente, hasta ahora las máquinas de aire comprimido o de vapor, de aluminio o de hierro, no han dado resultados completamente satisfactorios.
Sé muy bien que los experimentadores trabajan en pequeño y que para tener éxito hay que operar en grande, porque a medida que aumenta el volumen del aparato, disminuye su peso relativo; en efecto, una máquina de veinte caballos de fuerza pesa mucho menos que veinte máquinas de un caballo de fuerza. Esperemos, pues, con paciencia experimentos más decisivos. Los inventores son personas instruidas y resueltas; irán hasta el final de sus investigaciones.
Pero les hace falta dinero, y quizá bastante; Nadar se ha consagrado por entero a conseguir este dinero; por eso ha convocado a la gente a venir a ver sus audaces ascensiones. Los espectadores no acudieron en gran número, porque sólo pensaban quizás en un placer presente; si Nadar repite sus exhibiciones y la gente repara en la utilidad futura, el campo de Marte quedará muy pequeño para contenerlos.
Ya no se trata, vemos, de planear o de volar por el aire, sino de navegar por él.
Un sabio ha dicho con mucho humor: “Por más que el hombre logre transformarse en volátil, no será más que un pato, el pato de la boda.”
Preconicemos, pues, el helicóptero y tomemos como nuestra la divisa de Nadar:
“Todo lo que es posible se hará realidad.”