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De la Tierra a la Luna

XXIV
El telescopio de las montañas Rocosas

El 20 de octubre del año precedente, después de cerrada la suscripción, el presidente del Gun-Club había abierto un crédito al observatorio de Cambridge para las sumas que requiriese la construcción de un enorme instrumento de óptica. Este aparato, anteojo o telescopio, debía ser de tanto poder que volviese visible en la superficie de la Luna un objeto cuyo volumen excediese de nueve pies.

Entre el anteojo y el telescopio hay una diferencia importante, que conviene recordar en este momento. El anteojo se compone de un tubo que en su extremo superior lleva una lente convexo que se llama objetivo, y en el extremo inferior un segundo lente llamado ocular, a la cual se aplica el ojo del observador. Los rayos que proceden del objeto luminoso atraviesan el primero de dichos lentes y van a formar, por refracción, una imagen invertida en su foco1. Esa imagen se observa con el ocular, que la aumenta exactamente como la aumentaría un microscopio. El tubo del anteojo está, pues, cerrado en un extremo por el objetivo y en el otro por el ocular.

El tubo del telescopio, al contrario, está abierto por su extremo superior. Los rayos que parten del objeto observado penetran en él libremente y van a herir un espejo metálico cóncavo, es decir, convergente. Estos rayos reflejados encuentran un espejo que los envía al ocular dispuesto de modo que aumenta la imagen producida.

Así pues, en los anteojos, la refracción desempeña el papel principal, y en los telescopios la reflexión. De aquí el nombre de refractores dado a los primeros, y el de reflectores dado a los segundos. Toda la dificultad de ejecución de estos aparatos de óptica estriba en la construcción de los objetivos, ya sean lentes ya sean espejos metálicos.

Sin embargo, en la época en que el Gun-Club intentó su colosal experimento, estos instrumentos se hallaban muy perfeccionados y daban resultados magníficos. Estaba ya lejos aquel tiempo en que Galileo observó los astros en su pobre anteojo que no aumentaba las imágenes más que siete veces su tamaño propio. Ya en el siglo XVI los aparatos de óptica se ensancharon y prolongaron de una manera considerable, y permitieron penetrar en los espacios planetarios a una profundidad hasta entonces desconocida. Entre los instrumentos refractores que funcionaban en aquella época, se cita el anteojo del observatorio de Púlkovo en Rusia, cuyo objetivo era de quince pulgadas de ancho; el anteojo del óptico francés Lerebours, provisto de un objetivo igual al precedente, y, en fin, el anteojo del observatorio de Cambridge, dotado de un objetivo que tiene diecinueve pulgadas de diámetro.

Entre los telescopios se conocían dos de una potencia notable y de dimensiones gigantescas. El primero, construido por Herschel, era de una longitud de treinta y seis pies y poseía un espejo que tenía cuatro pies y medio de ancho, permitiendo obtener aumentos de seis mil veces. El segundo se levantaba en Irlanda, en Birrcastle, en el parque de Parsonstown, y pertenecía a lord Rosse. La longitud de su tubo era de cuarenta y ocho pies, y de seis pies de ancho2, y agrandaba los objetos seis mil cuatrocientas veces, habiendo sido preciso levantar una inmensa construcción de cal y canto para disponer los aparatos que requería la maniobra del instrumento, el cual pesaba veintiocho mil libras.

Pero, como se ve, a pesar de tan colosales dimensiones, los aumentos obtenidos no pasaban, en números redondos, de seis mil veces. Pero un aumento de seis mil veces no aproxima la Luna más que a treinta y nueve millas, y sólo deja percibir los objetos que tienen un diámetro de sesenta pies, a no ser que estos objetos sean muy prolongados.

Ahora se trataba de un proyectil de nueve pies de ancho y quince de largo, por lo que era menester acercar por lo menos la Luna a cinco millas, y producir al efecto un aumento de cuarenta y ocho mil veces.

Tal era la cuestión que tenía que resolver el observatorio de Cambridge, el cual no debía detenerse por ninguna dificultad económica, y por consiguiente, sólo había que pensar en allanar los materiales.

En primer lugar, fue preciso optar entre los telescopios y los anteojos. Éstos tienen ventajas sobre los telescopios. En igualdad de objetivos, permiten obtener aumentos más considerables, porque los rayos luminosos que atraviesan las lentes pierden menos por la absorción que por la reflexión en el espejo metálico de los telescopios. Pero el grueso que se puede dar a un lente es limitado, porque, siendo mucho, no deja pasar los rayos luminosos. Además, la construcción de tan enormes lentes es excesivamente difícil y se cuenta por años el tiempo considerable que exige.

Pero aunque las imágenes se presentan más claras en los anteojos, ventaja inapreciable cuando se trata de observar la Luna, cuya luz es simplemente reflejada, se resolvió emplear el telescopio, que es de una ejecución más pronta y permite obtener mayor aumento. Sólo que, como los rayos luminosos pierden una gran parte de su intensidad atravesando la atmósfera, el Gun-Club determinó colocar el instrumento en una de las más elevadas montañas de la Unión, lo que había de disminuir la densidad de las capas aéreas.

En los telescopios, como hemos visto, el ocular, es decir, la lente colocada en el ojo del observador produce el aumento, y el objetivo que consiente los aumentos más considerables es aquel cuyo diámetro es mayor y mayor también la distancia focal. Para agrandar cuarenta y ocho mil veces, preciso era exceder singularmente en magnitud los objetivos de Herschel y de lord Rosse. En esto consistía la dificultad, porque la fundición de los espejos es una operación muy delicada.

Afortunadamente, algunos años antes, un sabio del Instituto de Francia, León Foucault, había inventado un procedimiento que volvía muy fácil y muy pronta la pulimentación de los objetivos, remplazando el espejo metálico con espejos plateados. Basta fundir un pedazo de vidrio del tamaño que se quiera y metalizarlo enseguida con una sal de plata. Este procedimiento, cuyos resultados son excelentes, fue el adoptado para la fabricación del objetivo.

Además, se lo dispuso según el método ideado por Herschel para sus telescopios. En el gran aparato del astrónomo de Slough, la imagen de los objetos, reflejada por el espejo inclinado hacia el fondo del tubo, venía a presentarse en el otro extremo en que se hallaba situado el ocular. De esta manera el observador, en lugar de colocarse en la parte inferior del tubo, subía a la superior, y allí, armado de su carta, abismaba su mirada en el enorme cilindro. Esta combinación tiene la ventaja de suprimir el espejo pequeño destinado a volver a enviar la imagen al ocular. La imagen, en lugar de dos reflexiones, no sufre más que una. Hay, por consiguiente, un número menor de rayos luminosos extinguidos, por lo que la imagen aparece menos debilitada, y se obtiene mayor claridad, que es una ventaja preciosa en la observación que debía hacerse3.

Tomadas estas resoluciones empezaron los trabajos. Según los cálculos de la dirección del observatorio de Cambridge, el tubo del nuevo reflector debía tener doscientos ochenta pies de longitud y su espejo diecisésis pies de diámetro. Por colosal que fuese semejante instrumento, no era comparable a aquel telescopio de diez mil pies (tres y medio kilómetros) de longitud, que el astrónomo Hooke proponía construir algunos años atrás. Con todo, la colocación del aparato presentaba grandes dificultades.

En cuanto a la cuestión del sitio, quedó muy pronto resuelta. Tratábase de escoger una montaña alta, y las montañas altas no abundan en los Estados Unidos. En efecto, el sistema orográfico de este gran país se reduce a dos cordilleras de una mediana elevación entre las cuales corre el magnífico Mississippi, que los americanos llamarían el rey de los ríos si admitiesen un rey cualquiera.

Al este se levantan los Apalaches, cuya cima más elevada, en el New Hampshire, no pasa de cinco mil seiscientos pies, lo que es muy modesto.

Al oeste, al contrario, se encuentran las Montañas Rocosas, inmensa cordillera que empieza en el extremo de Magallanes, sigue la costa occidental de la América del Sur bajo el nombre de Andes o Cordilleras, salva el istmo de Panamá y corre atravesando la América del Norte hasta las playas del mar polar.

Estas montañas no son muy elevadas. Los Alpes o el Himalaya las mirarían con el más soberano desdén desde lo alto de su estatura. Su más elevada cima no tiene más que diez mil setecientos pies, al paso que el Mont Blanc mide catorce mil cuatrocientos treinta y nueve, y el Kintschindjinga4, veintiséis mil setecientos setenta y seis pies por encima del nivel del mar.

Pero como el Gun-Club estaba empeñado en que el telescopio, lo mismo que el Columbiad, se colocase en los estados de la Unión, preciso fue contentarse con las Montañas Rocosas, y todo el material necesario se dirigió a la cima de Long's Peak, en el territorio del Missouri.

La pluma y la palabra no podrían expresar las dificultades de todo género que los ingenieros americanos tuvieron que vencer, y los prodigios que hicieron de habilidad y audacia. Aquello fue un verdadero esfuerzo sobrehumano. Hubo necesidad de subir piedras enormes, colosales piezas de fundición, abrazaderas de extraordinario peso, trozos de cilindro voluminososísimos, y el objetivo, que pesaba él solo unas treinta mil libras, encima del límite de las nieves perpetuas a más de diez mil pies de elevación, después de haber atravesado praderas desiertas, bosques impenetrables, torrentes espantosos, lejos de todos los centros de población, en medio de regiones salvajes en que cada pormenor de la existencia se convierte en un problema casi insoluble. Y el genio de los americanos triunfó de tantos y tan inmensos obstáculos. Menos de un año después de haberse comenzado los trabajos, en los últimos días del mes de septiembre, el gigantesco reflector levantaba en el aire un tubo de trescientos ochenta pies. Estaba suspendido de un enorme andamio de hierro, permitiendo un mecanismo ingenioso dirigirlo fácilmente hacia todos los puntos del cielo y seguir los astros de uno a otro horizonte durante su marcha por el espacio.

  El telescopio de las Montañas Rocosas  

Había costado más de cuatrocientos mil dólares. La primera vez que se enfocó hacia la Luna, los observadores experimentaron una sensación de curiosidad e inquietud a un mismo tiempo. ¿Qué iban a descubrir en el campo de aquel telescopio que aumentaba cuarenta y ocho mil veces los objetos observados? ¿Poblaciones, rebaños de animales lunares, ciudades, lagos, oceános? No, nada que la ciencia no conociese ya, y en todos los puntos de su disco la naturaleza volcánica de la Luna pudo determinarse con una precisión absoluta.

Pero el telescopio de las montañas Rocosas, antes de prestar sus servicios al Gun-Club, los prestó inmensos a la astronomía. Gracias a su poder de penetración, las profundidades del cielo fueron sondeadas hasta los últimos límites, se pudo medir rigurosamente el diámetro aparente de un gran número de estrellas, y Clarke, del observatorio de Cambridge, descompuso la crab nebula5 del Toro, que no había podido reducir jamás el reflector de lord Rosse.


1. Es el punto en que los rayos luminosos se reúnen después de haber sido refractados.
2. Se oye hablar con frecuencia de anteojos que tienen una longitud mucho más considerable: de uno, entre otros, de trescientos pies de foco, que se estableció por el celo de Domingo Cassini en los observatorios de París. Es necesario advertir que dichos anteojos no tenían tubo. El objetivo estába suspendido en el aire por medio de mástiles, y el observador, teniendo su ocular en la mano, se colocaba lo más exactamente posible en el foco del objetivo. Se comprende cuán incómodo era el uso de semejantes instrumentos, y cuanta dificultad había en colocarse en el centro de lentes puestos en tales condiciones.
3. Estos reflectores se llaman front view telescope.
4. La más alta cima del Himalaya.
5. Nebulosa que aparece bajo la forma de un cangrejo.


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